La vocación fue algo obligado en la vida de Zacarías. Hijo
de padres sexagenarios, fue el último de trece vástagos que luchaban por los mendrugos
de pan apenas asomaban por la puerta. El cura del pueblo propuso a sus
progenitores la entrada en el seminario y desde bien temprano se comprobó que
sus creencias distaban pocos pasos de una cocina.
Después del seminario, la vida quiso que su barriga acabara
en Villapalofrío donde empezó un ayuno más miserable que el de casa, llegando
algunas noches a acostarse viendo a dios entre el hambre. El responsable era el
padre don Ataúlfo que cerraba cualquier riqueza culinaria entre las cuatro paredes
de su habitación y, por mucho que Zacarías intentara entrar en aquel lugar
sagrado, don Ataúlfo tapiaba todas sus esperanzas.

Al llegar el invierno algo atípico sucedió: Doña Amelia
Amalia de la Flor Zazua, una de las veraneantes millonarias, llegó a su palacio
un poco fuera de temporada. Resulta que estaba gastando sus últimos alientos de
vida y deseaba despilfarrarlos en aquel rincón de tranquilidad extrema. Mandó inmediatamente
que fuera uno de sus criados en busca de don Ataúlfo para que ejerciera de
capellán. A éste le sentó mal que le dieran trabajo extra en épocas no
veraniegas y mandó hacer la faena al joven Zacarías. Doña Amelia Amalia quedó
muy impresionada por el muchachuelo, no siendo a desviar sus ojos de aquella
tersa hermosura y adornada con jovialidad infantil. Zacarías comenzó a
comprender las lecciones sobre el paraíso apenas las diligentes sirvientas llevaron
los pasteles que acompañaban al té. Acabada la visita, la señora envió una
misiva al obispo donde relataba los grandes avances que la iglesia había
sufrido en Villapalofrío desde la llegada de tan hondo baluarte de juventud y
frescura.
Ella sintió que su casi extinta vida se rejuvenecía
ligeramente y él que su corazón se llenaba de alegría al ver su apetito
recompensado. Los paseos por el campo se alternaban con los canapés silvestres;
las oraciones cogidos de las manos se compenetraban con frutas y pasteles; las
miradas de soslayo y los toques apenas sin malicia dejaban paso a cenas
opulentas; las charlas divinas y humanas se alternaban con cualquier comida del
día,… La cama llegó tras varias botellas de un buen vino francés y Zacarías descubrió
que había más placeres que los de la barriga. La práctica fue severa, nada que
no pudiera conseguir un alumno aventajado como él. Zacarías abandonó el
sacerdocio pero no se alejó mucho de la alta sociedad, donde sus vástagos
estaban tan necesitados de aprender latín y griego. Amelia Amalia se encargó
del marketing de tan próspero negocio y vio que su vida se engrandecía.
Pero el tiempo no se dejó engañar por la felicidad: la
muerte se acercó al palacio entre arrumacos y se llevó a tan beata creyente de
los placeres de la vida. Don Ataúlfo y el señor obispo presidieron todas las
honras fúnebres, así como todas las alabanzas a tan piadosa dama. Pasado tan mal
trago, asistieron a la lectura del testamento donde se le dejaba a la iglesia
todos los negocios de la dama. El palacio y una suma ingente de dinero tenían
como destinatario a Zacarías. Al joven no le extrañaría nada que la iglesia
tuviera que sacar a subasta algunas de sus muchas posesiones en Villapalofrío
para cargar con el legado de doña Amelia Amalia. Una noche de confesiones, la
gentil dama le dijo que a ella nunca se le habían dado bien los negocios de su
difunto marido.
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