17/6/14

ALTA COSTURA, BAJAS LINDEZAS


Me acuerdo de aquel primer día en el taller de alta costura de mi madre. De nada sirvieron mis llantos y súplicas pidiéndole continuar mis estudios en la universidad; en lugar de ello, debería hacer un trabajo rutinario y molesto en el villorrio de Villapalofrío.
-¡Oh, no, no, no, no, mon cheri! No llores, que me entristeces. Todas hemos tenido que dejar los estudios en algún momento de nuestra vida. Es norma de las Couturier. Nuestro apellido fue una orden para todos nuestros ancestros y no va a ser diferente para ti.

Se dio media vuelta y no volvió a dirigirme la palabra en multitud de jornadas. Según sus machaconas estupideces, el taller le gastaba la vida hora a hora hasta consumirle las veinticuatro que tenía el día. Acorde a mi experiencia de mocosa, el o la amante de turno le robaba el tiempo y algunas cosas que mejor no cuento. Tuve que consolarme sola, sin nadie que me guiara en aquel infierno.  
Todas las modistillas del taller se pensaban con el derecho a ordenarme las tareas  que debía realizar. Más que una pinche parecía una esclava realizando los labores más vejatorios que se podían imaginar. A mi madre le encantaba todo aquello, creo que estaba envidiosa por mi gran capacidad para los estudios. Enseguida aprendí más que todas aquellas modistillas del tres al cuarto. Logré libros y revistas que me enseñaron cuanto necesitaba para ser diseñadora de alta costura.

La noche de mi primera fiesta de Madame Cuca Couturier, la madre que parecía más bien madrastra, me abrió ligeramente el camino al éxito personal. Fue como mi presentación en sociedad delante de todo lo chic de la alta sociedad de Villapalofrío, además de contar con la presencia de los más afamados modistos de la capital. Aproveché  el momento para que todos fueran testigos de cómo me beneficiaba al último joven que pasó por la vida de mi queridísima mère. Ella se hizo la loca, pero, al día siguiente, mi habitación, con todo lo que había en ella, estaba destrozada. Pobre, no sabía que había alquilado una pequeña buhardilla bohemia a las afueras del pueblo donde había llevado, poco a poco, todo lo que me gustaba del suntuoso cuartucho que se suponía era mi hogar.

 

Los primeros pasos de mi emancipación se ganaron batalla a batalla, traje a traje, con diseños modernos de mi cosecha y que enseguida ganaron los aplausos de las cacatúas que alababan a mi madre como gran artífice de aquellos cambios. Y todo para lograr meterle el pufo a tan insigne haragana, cosa nada extraña en las grandes fortunas. Pronto dejó el taller en mis manos, dedicando su vida a organizar encuentros de negocios de los que poder sacar provecho, siendo mis diseños la moneda de cambio. Madame Pufo Couturier empezó así una existencia dedicada todo el tiempo al buen vivir y al mejor gastar.
Para mi madre, cada fiesta era una nueva conquista de sexo que yo desbarataba con alguno de sus amantes del pasado. No era que ella los adorara; sólo era la rabia que sentía ante una pérdida casi olvidada y que mi desfachatez le recordaba. Creo que su más dura lección la recibió cuando me enrollé con una mujer por primera vez. El espacio de sus amantes femeninas lo consideraba seguro ante mis garras pero, sin embargo, yo se lo había desbaratado completamente. Ante mí se abría la veda de caza y las grandes piezas fueron cayendo en cantidad ingente. Tuve que frenar, no fuera a pegármela ante tanto bocado empalagoso.

Deje aquel juego pueril y concentré todas mis fuerzas en el taller y algún negocio propio. Creyó que ya me tenía subyugada a sus deseos, que nada podría volver a cruzarse en su camino. Aparecía y desaparecía por el trabajo a su antojo, cogía los modelitos más caros y los ponía en exclusividad, realizaba cuantas operaciones de belleza deseaba, organizaba fiestas para redondear sus negocios y gastar todo su dinero en amantes,… Yo supe frenar a tiempo, cosa que ella no hizo. Pensaba que me estaba dando una lección cada hora que pasaba junto a mí. Pobre ingenua, realmente la estaba destrozando yo.

 

Tanto dispendio tuvo su consecuencia desagradable y molesta. Los bancos quisieron cobrar sus préstamos. Lo realizaron con todo lo que disponía aquella feliz  derrochadora: el taller, la casa, el fondo de vestidos de moda y el dinero de sus últimos negocios. Lloró y me suplicó. Nada más le quedaba el poder guarecerse en mi buhardilla bohemia, en el cuchitril donde ella creía que me merecía vivir. La eché, no sin antes darle una tarjeta de un taller de prêt-à-porter en el que le darían trabajo yendo en mi nombre. Me miró con cara de desprecio y metió en su bolso la tarjeta. Supe que se hospedó en una pensión piojosa de Villacajón, los arrabales de Villapalofrío. Le dieron trabajo de limpiadora en el taller de prêt-à-porter. Apenas tenía vida social ya que el dinero no se lo permitía, abrazó la religión como beata de postín, de vez en cuando se permitía el lujo de pasear por la Orilla de Oro donde cerraban las puertas a su paso y así un largo etcétera que haría interminable la historia…
No supo nada más de mí. Le daría el sol en la cara si conociera a la propietaria para quien trabajaba.



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3/6/14

CRÍA FAMA Y ECHATE A…


Si ustedes me permiten, me voy a sentar antes de hablarles, estoy cansada… Belcebú, ven acá, deja ese pajarillo en paz que ya te compraré la carne en la carnicería. ¡Uf!  ¡Qué ganas! Este rincón de Villapalofrío, junto a mi casa, son los únicos sitios en los que logro un poco de tranquilidad. Parece como si una mala sombra me acompañara. Desde niña que me persigue la fama de bruja y las muy lumias me lo estampan a todas horas. Sí, a mi tátara tátarabuela la quemaron en una hoguera pero fue todo de muy mala leche. ¡Vamos, hombre! Y ahora me gritan a mí lo de bruja; y todo porque una tiene un gato negro al que llamo Belcebú y una escoba que barre a mi lado desde hace la pila de años. Anda que no hay brujas con más pedigrí en este pueblucho de tres al cuarto. Y las más ladinas están en la Orilla de Oro, y no de criadas precisamente, no señorita no, vamos que en este villorrio hay brujas de mucho cuento.  ¡Si yo hablara! Pero por mucho que me amenacen, no se atreverán conmigo. ¡Dios las libre! La primera que levante la mano para ir contra mí, Belcebú daría buena cuenta de ella. ¡Huy!  ¡Hola niñita! ¿Es para mí? Gracias, encanto. Vaya manzana más roja que me has regalado. No me aguanto, le daré un mordisco. ¡Hummmmm! Sabrosa de verd…





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