19/1/15

AROMA DE ESTÍO





Bulliciosa senda de festiva evocación
que insinúa miradas lascivas,
llenas de luz,
de gozosas
añoranzas.
 
Olas de malecón que rompen,
que saltan la vida,
que besan vigores,
que acontecen
recuerdos.
 
Anhelo volver a vuestro tiempo,
tan lleno de sofoco,
de mar desnuda,
de ardiente
verano.


 


El 16 de febrero tienes una nueva cita con otra sensación poética. Antes de ello, el 2 de febrero volveremos a Villapalofrío a correr una nueva aventura. Hasta entonces, a disfrutar.
 
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5/1/15

CUENTO DE NAVIDADES NEGRAS


Mis padres no soltaban prenda de adonde nos dirigíamos. Era todo muy extraño. Una familia de tres miembros, víctima del paro, consumido hace algún tiempo el subsidio de desempleo, había alquilado un tráiler gigantesco para una mudanza repentina, sin saber muy bien de dónde saldría el dinero para tal dislate.
-Ten confianza, verás qué sorpresa te vas a llevar –repetía mi madre como si fuera una letanía de mi abuela.

Me entraban ganas de gritar, de pedir socorro cada vez que pasábamos por el medio de algún pueblucho. Llegamos a una desviación que rezaba: Villapalofrío, ni cortos ni perezosos la tomamos. No lejos de ella se hallaba un pueblo con ínfulas de ciudad.
-Por favor, me puede indicar el camino para Villa Jardín –preguntó la incauta de mi madre mientras bajaba la ventanilla.

La lugareña nos observó con miedo en sus ojos y no contestó. Mi madre tuvo que repetir la pregunta unas cuantas veces más con resultado parecido, por no decir igual. Todo cambió al dar con una piba muy amable que no dudo en montarse en nuestra matraca y guiarnos. El lugar no se encontraba muy en el centro que se dijera, incluso había cerca de un kilómetro sin viviendas antes de llegar a él. La zona estaba llena de chalets, sin apenas personas por la calle y con pintadas que anunciaban que nos encontrábamos en el “barrio negro”.

-Pues aquí me quedo yo. Su chalet es el número siguiente. Parece ser que vamos a ser vecinos –se bajó de golpe mientras me guiñaba un ojo.
El tráiler de mudanzas se había encargado de dejar abierto de par en par el portón. Entramos con la matraca y mi extrañeza se convirtió en alucine: o íbamos a trabajar allí como criados, o nos lanzábamos a la vida de okupas. Ante mí se presentaba una vivienda descomunal, un jardín inmenso, una piscina tan grande como nuestra antigua casa y un embarcadero con su bote flotando en el río. Todo era flipante.

 

Los primeros días fueron como una fiesta: los tres metidos en el chalet, vagueando a lo ricachón, disfrutando de cada centímetro del lugar y sin preguntarnos nada en absoluto. Todas las mañanas aparecía una señora con nuestra compra, hacía todas las tareas de la casa y preparaba la comida para la jornada. Sin duda nos había tocado la lotería, o algo parecido.
Un buen día surgió de la nada un hombre a quien mi padre llamó el conseguidor. Me acuerdo que me traía un uniforme de colegio privado, una mochila y todo lo necesario para hacer a un chaval infeliz. Me dijo que mi vecina me vendría a buscar, que me preparara, mientras les preguntaba a mis padres si estaban listos para el curro. Todo aquello me olía mal. Bueno, lo de mi vecina no.

Fue el colegio más pijo que vi en mi vida. La piba resultó ir a mi curso, a cuarto de la ESO, ser mi compañera de pupitre y mandar sobre todos los demás alumnos del grupo. Hasta el que parecía un musculitos callaba cuando ella le lanzaba miradas asesinas. Enseguida noté que me guardaban el mismo respeto que a ella. Incluso los profesores gastaban una amabilidad que no era de recibo.
De vuelta a casa conocí a todos los habitantes jóvenes de Villa Jardín. Regresábamos juntos a los chalets, como si fuéramos una banda dirigida a toque de miradas de la piba. Me acompañaron hasta mi chalet y se despidieron uno a uno de mí. Mi vecina traspasó la puerta, me acompañó hasta mi habitación y se sentó en mi cama. Sin yo pedírselo, la piba me aclaró lo que estaba pasando. Mis padres habían sido contratados por una empresa de prestamistas de la ciudad. Madre se incorporaría a sus contables y padre a los recaudadores de deudas impagas. Villa Jardín era el lugar donde vivía toda la gente que trabajaba para empresas de esa calaña. No me importó, por primera vez en mi vida era alguien.

 

Un buen día me despertaron los gritos de mis padres. Él se negaba a realizar algo y ella decía que de no hacerlo nos hundiría la vida. A él le importaba un comino, no estaba dispuesto a pasar por ello. Ella aseguraba que nunca había mantenido un empleo, cada vez que le intentaban ascender se venía abajo. Un cómo se nota que no lo tienes que hacer tú zanjó la discusión. Los ojos se me empezaron a abrir.
A la mañana siguiente, cuando iba para el colegio, el conseguidor me salió al paso. Me dijo que la piba le había informado que lo deseaba ver. Le expliqué mis intenciones. Se rio abiertamente. Aseguró que tenía más agallas que mi padre. Me entregó un estuche y un sobre,  después me estrechó amablemente la mano.

Una vez hecho el encargo, el conseguidor me visitó con el primer cheque. La cifra que figuraba en él me dejó perplejo. Me llevé mayor susto cuando vi a un par de personas entrar cargados de regalos, era más de lo acordado. Los miembros de la panda de Villa Jardín no se lo podían imaginar, su nuevo jefe de miradas les iba a proporcionar un día alucinante. Antes de marchar, el conseguidor me felicitó por el trabajo bien hecho.

Desde entonces, cada vez que tenía un trabajo especial, aparecía el Papa Noel de los prestamistas cargado de regalos. Daba lo mismo la época del año que fuera, la navidad negra llenaba de alegría el barrio. A mí, siempre tan serio y responsable, me traía un nuevo juego que mejorara mi puntería. De esa forma, mis víctimas apenas se enteraban de mi visita.

 

Acordaros que el tercer lunes de cada mes toca publicar una nueva sensación. No os la perdáis.

El lunes 2 de febrero, a las 9 de la mañana, se publicará el próximo relato de Villapalofrío. ¡Qué estas navidades no os hayan dejado mucho carbón negro!
 
 
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