5/8/14

AGUA DE LAGARTIJAS


La familia del señor siempre le tuvo cierta inquina. Nunca perdonaron su actitud díscola para con sus padres. El punto álgido de la gresca ocurrió cuando se negó a casarse con la mujer que le habían designado. Nadie se había atrevido a desplante tal a la familia Girón de Meneses, una de las dos grandes familias de Villapalofrío desde tiempos inmemorables. Vio como lo apartaron de su lado, desterrándolo a la soledad más mezquina e insultándole con el insidioso trabajo de capataz. Sin embargo, su ánimo no se dejó doblegar por menudencias de calibre tan mundano.
A la muerte de su real padre, don Álvaro Genaro Sebastián Girón de Meneses, recibió únicamente la herencia legítima consistente en unos terruños distantes de toda población y ausentes de cualquier fuente de agua que los hicieran productivos. Bueno, también recibió a este diablo que les habla. Pobre señor, menuda ganancia recibía.

 

La herencia fue un auténtico despropósito: lo trabajado durante el día veía como se desbarataba por la noche. Parece ser que la intervención de ciertas alimañas fue el origen de tal problema. Mi señor, cansado de tanta sabandija, adecentó una casa de aquellas malditas tierras y nos fuimos a malvivir a ella. Lo poco que lográbamos sacar a tan marchita huerta casi no lograba alimentar ni a un ratón. El señor intentó pedir préstamos para comprar animales que nos sacaran de pobres, pero las sabandijas ya se habían encargado de que nos los negaran.
Un buen día, el señor salió en dirección a las montañas vecinas y no volvió a dar señales de vida en horas. Nada más llegar, me mandó acostarme de inmediato. Sorprendido, le pregunté si no vigilábamos aquella noche.

-No te preocupes, tiempos vendrán en los que las alimañas morderán la carroña que le sobre a esta tierra. Descansa ahora, que mañana hará falta toda nuestra fuerza.
Aquella noche apareció agua en una cueva próxima a la casa que se deslizó por mitad de su tierra y desapareció por una sima sin tardanza. Hubo quien habló de magia negra. Algunos se atrevieron a decir que fue un pacto con el diablo. Ciertos personajes,  muy influyentes, removieron Roma con Santiago hasta lograr la intervención de la iglesia. Pero mi señor los recibió a todos por igual: con un buen vaso de agua y algunos desatinos bien hilvanados.

 

Las cosas empezaron a cambiar mucho: contrató jornaleros, compró animales, regó las huertas cultivables… Todo iba de rechupete y la gente del pueblo comenzaba a apoyar a mí amo. Bueno, no todos los hombres del pueblo lo hacían.  Judas, o sea yo, empezó a fallarle. Sus asquerosos hermanos me obligaron a ejercer de espía a cambio de que no echaran a mis padres y hermanos de sus fincas.
Mis informes les llegaron con asiduidad.  En ellos repetía una y otra vez que no había nada extraño en la finca, que todo lo que hacía el señor en ella era legal. Entonces fue cuando se fijaron en las lagartijas que aparecieron al mismo tiempo que el agua y a las que mi señor tanto cuidaba. Dijeron que no eran unas lagartijas normales, que su raza no figuraba en ningún libro de herpetología. Quisieron saber de dónde habían salido tan inmundos bichos y para qué los destinaba mí amo. Le pregunté directamente al señor y así solventé tan estúpida duda. Me dijo que las había comprado a un buhonero de paso, quien le aseguró que eran unas lagartijas de la suerte que, cuantos más colores mostraran, más dicha le darían. Los rufianes consideraron que, como siempre, era una de las tantas chaladuras de su hermano y apartaron sus ojos de tan infectos personajes.

 

Una noche de verano, los señores de Villapalofrío organizaban su caza anual de búhos. Las piezas más increíbles se resguardaban en las tierras del señor y éste vigilaba que los muy animales cazadores no las mataran. Estando haciendo su ronda, una chavalería de cierta estupidez refinada quiso reírse de él y empezaron a disparar al aire. El sonido era cercano, demasiado cercano. Mi señor reculó. Empezaron entonces a disparar desde su espalda. No supo qué hacer. Las balas se mezclaban con las risas. De pronto, a uno de los niñatos se le escapó el rifle. Un grito insolente trajo el silencio. Las carreras timoratas alzaron el vuelo. Las rodillas se le clavaron en la tierra. Pobre señor, siempre tan humano, hasta en la hora de su muerte. En aquel momento, las lagartijas lo rodearon e intentaron darle su último aliento. Se les había escapado el color. La tristeza dejó a la suerte partir.
Para la autoridad fue un accidente. Para los hombres de pro fue alguna bala que se perdió del búho al que iba dirigida. Para el pueblo,… ¿alguna vez importó lo que pensaba el pueblo?

 

Su cuerpo lo velamos aquellos que aprendimos la palabra solidaridad. Los que nada más se guían por crear riqueza se preocuparon por buscar al notario y leer antes de tiempo el testamento. Las lagartijas le trajeron la suerte al señor  y el señor  les dio a las lagartijas sus terrenos cuando no los necesitó. Eran sus únicas herederas. Aquella noche hubo otra caza, una con más saña, que acabó con la vida de hasta la última lagartija.
Apenas cerraron su sepultura, abrieron su testamento. Al no quedar herederas vivas, la familia se hacía cargo de todo. El llanto se vio tapado por las risas, por el triunfo de los acostumbrados siempre a ganar. Cuando fueron a tomar posesión de su legado, se encontraron con las tierras secas de antaño. Nada valían cuando se las dieron al señor y nada valen ahora que se las retornan.

Desde entonces, cuando alguien del pueblo tiene sed, pide agua de lagartijas. Entonces, las risas aún se escapan por las esquinas.
 
 
 Hola amigos, los dos próximos meses voy a preparar dos relatos cortos para sendos concursos literarios. Por ello, dejaré de publicar este blog, que volverá el 4 de noviembre, martes, con una nueva aventura de Villapalofrío. Quizás entonces tenga alguna sorpresa que daros.
 
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