La familia del señor siempre le tuvo cierta inquina. Nunca perdonaron
su actitud díscola para con sus padres. El punto álgido de la gresca ocurrió
cuando se negó a casarse con la mujer que le habían designado. Nadie se había
atrevido a desplante tal a la familia Girón de Meneses, una de las dos grandes
familias de Villapalofrío desde tiempos inmemorables. Vio como lo apartaron de
su lado, desterrándolo a la soledad más mezquina e insultándole con el
insidioso trabajo de capataz. Sin embargo, su ánimo no se dejó doblegar por
menudencias de calibre tan mundano.
A la muerte de su real padre, don Álvaro Genaro Sebastián
Girón de Meneses, recibió únicamente la herencia legítima consistente en unos
terruños distantes de toda población y ausentes de cualquier fuente de agua que
los hicieran productivos. Bueno, también recibió a este diablo que les habla. Pobre
señor, menuda ganancia recibía.
La herencia fue un auténtico despropósito: lo trabajado
durante el día veía como se desbarataba por la noche. Parece ser que la
intervención de ciertas alimañas fue el origen de tal problema. Mi señor,
cansado de tanta sabandija, adecentó una casa de aquellas malditas tierras y
nos fuimos a malvivir a ella. Lo poco que lográbamos sacar a tan marchita huerta
casi no lograba alimentar ni a un ratón. El señor intentó pedir préstamos para
comprar animales que nos sacaran de pobres, pero las sabandijas ya se habían
encargado de que nos los negaran.
Un buen día, el señor salió en dirección a las montañas
vecinas y no volvió a dar señales de vida en horas. Nada más llegar, me mandó
acostarme de inmediato. Sorprendido, le pregunté si no vigilábamos aquella
noche.
-No te preocupes, tiempos vendrán en los que las alimañas
morderán la carroña que le sobre a esta tierra. Descansa ahora, que mañana hará
falta toda nuestra fuerza.
Aquella noche apareció agua en una cueva próxima a la casa
que se deslizó por mitad de su tierra y desapareció por una sima sin tardanza. Hubo
quien habló de magia negra. Algunos se atrevieron a decir que fue un pacto con
el diablo. Ciertos personajes, muy
influyentes, removieron Roma con Santiago hasta lograr la intervención de la
iglesia. Pero mi señor los recibió a todos por igual: con un buen vaso de agua
y algunos desatinos bien hilvanados.
Las cosas empezaron a cambiar mucho: contrató jornaleros, compró
animales, regó las huertas cultivables… Todo iba de rechupete y la gente del
pueblo comenzaba a apoyar a mí amo. Bueno, no todos los hombres del pueblo lo
hacían. Judas, o sea yo, empezó a
fallarle. Sus asquerosos hermanos me obligaron a ejercer de espía a cambio de que
no echaran a mis padres y hermanos de sus fincas.
Mis informes les llegaron con asiduidad. En ellos repetía una y otra vez que no había
nada extraño en la finca, que todo lo que hacía el señor en ella era legal.
Entonces fue cuando se fijaron en las lagartijas que aparecieron al mismo
tiempo que el agua y a las que mi señor tanto cuidaba. Dijeron que no eran unas
lagartijas normales, que su raza no figuraba en ningún libro de herpetología. Quisieron
saber de dónde habían salido tan inmundos bichos y para qué los destinaba mí
amo. Le pregunté directamente al señor y así solventé tan estúpida duda. Me
dijo que las había comprado a un buhonero de paso, quien le aseguró que eran
unas lagartijas de la suerte que, cuantos más colores mostraran, más dicha le
darían. Los rufianes consideraron que, como siempre, era una de las tantas
chaladuras de su hermano y apartaron sus ojos de tan infectos personajes.
Una noche de verano, los señores de Villapalofrío organizaban
su caza anual de búhos. Las piezas más increíbles se resguardaban en las
tierras del señor y éste vigilaba que los muy animales cazadores no las mataran.
Estando haciendo su ronda, una chavalería de cierta estupidez refinada quiso
reírse de él y empezaron a disparar al aire. El sonido era cercano, demasiado
cercano. Mi señor reculó. Empezaron entonces a disparar desde su espalda. No
supo qué hacer. Las balas se mezclaban con las risas. De pronto, a uno de los
niñatos se le escapó el rifle. Un grito insolente trajo el silencio. Las
carreras timoratas alzaron el vuelo. Las rodillas se le clavaron en la tierra.
Pobre señor, siempre tan humano, hasta en la hora de su muerte. En aquel
momento, las lagartijas lo rodearon e intentaron darle su último aliento. Se
les había escapado el color. La tristeza dejó a la suerte partir.
Para la autoridad fue un accidente. Para los hombres de pro
fue alguna bala que se perdió del búho al que iba dirigida. Para el pueblo,…
¿alguna vez importó lo que pensaba el pueblo?
Su cuerpo lo velamos aquellos que aprendimos la palabra
solidaridad. Los que nada más se guían por crear riqueza se preocuparon por
buscar al notario y leer antes de tiempo el testamento. Las lagartijas le
trajeron la suerte al señor y el señor les dio a las lagartijas sus terrenos cuando
no los necesitó. Eran sus únicas herederas. Aquella noche hubo otra caza, una
con más saña, que acabó con la vida de hasta la última lagartija.
Apenas cerraron su sepultura, abrieron su testamento. Al no
quedar herederas vivas, la familia se hacía cargo de todo. El llanto se vio
tapado por las risas, por el triunfo de los acostumbrados siempre a ganar. Cuando
fueron a tomar posesión de su legado, se encontraron con las tierras secas de
antaño. Nada valían cuando se las dieron al señor y nada valen ahora que se las
retornan.
Desde entonces, cuando alguien del pueblo tiene sed, pide
agua de lagartijas. Entonces, las risas aún se escapan por las esquinas.
Hola amigos, los dos próximos meses voy a preparar dos relatos cortos para sendos concursos literarios. Por ello, dejaré de publicar este blog, que volverá el 4 de noviembre, martes, con una nueva aventura de Villapalofrío. Quizás entonces tenga alguna sorpresa que daros.
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