18/8/13

SIN NOMBRE

Otro nuevo cuento surca el espacio y nos trae historias muy humanas. Tras este relato me viene el descanso. Mi portal y ascensor se ponen en obras y he de abandonar el piso por cerca de dos meses. Mi enfermedad no me permite andar entre tanta faena. En medio de los días seleccionados, alguno he de ir a A Coruña para ver a mis amigos gallegos. Saludos a todos, en nada volveré al tajo.


El paso del tiempo olvidó el nombre de aquel planeta pequeño que apretujaba a la población causando una ausencia de espacios verdes incluso bajo los mares circundantes. Hasta mi padre, que siempre estaba contándome historias de lo más variopintas, no fue capaz a hilar sílaba alguna que mentara a nuestro minimundo. Yemías, mi anciano abuelo, recordaba que existían unos lugares llamados bibliotecas donde se recogía en papel todos los conocimientos amasados durante siglos. No sé si estaba un poco chalado o lo estaban los miembros de la casta terrenal, nuestros gobernantes, que habían hecho desaparecer cualquier señal de aquellos libros. La tecnología y sus cansinos recopiladores de ciencia eran los encargados de aglutinar nuestros saberes en pequeñas esferas. La casta visual, nuestros controladores de información, resolvieron que el nombre del planeta no era interesante de almacenar y sobraba junto a otros detalles sin importancia que ocupaban demasiado espacio.

Desde que tengo uso de razón reconozco que siempre tuve gente decidiendo por mí. Incluso en la inmensa nave espacial que tripulaban mis padres llevábamos personas que gobernaban nuestros pasos. La vida que soportábamos estaba dirigida hasta el último detalle: transcurrían once meses yendo de un planeta a otro a intercambiar nuestra ciencia por sus alimentos y un mes para volver a casa a descargar nuestras mercancías y hacer una puesta a punto de la nave. La mayoría de la población éramos nómadas que compartían un desconocimiento total de su tierra a la que solo el cariño rescataba de su soledad.

 

Fue al cuarto día en el planeta, allá por mi descanso veintitrés, cuando todos los astros se congregaron para estropear el futuro de un mundo tan triste que ni tenía un mísero apelativo. El aire acondicionado estelar, que tanto servicio nos prestaba en un lugar tan pegado a su sol, empezó a ronronear de forma escandalosa y todo el mundo encendió sus ventiladores personales para paliar el intenso calor que se nos vino encima. La carga eléctrica llegó a parangones nunca antes alcanzados por lo que las estaciones gravitacionales tuvieron que enviarnos sus reservas mientras avisaban a un operario para solventar el problema. Era Domingo de Oración, cuando toda la casta celestial, nuestros asesores del alma, se congregaban a percibir a nuestro Señor en su sermón eterno. El resto de los mortales planetarios aprovechábamos la ocasión divina para vaguear a nuestras anchas, fieles a la tradición más ancestral. Por ello, se vieron obligados a mandar un trabajador en prácticas con su caja de herramientas destartalada y el libro de autoayuda
para chapuzas en apuros. Abrió el ejemplar a voleo al tiempo que sus ojos miraban expectantes a alguna palabra que le diera la clave para saber si se ubicaba en el lugar correcto. Leyó “color” y la emoción fue tan intensa que le jugó una mala pasada y le hizo creer que se trataba del término “calor”. Comenzó su extenuante trabajo tomándose un ligero descanso que le relajara de tan agotadora tarea y así poder airearse con el tomo de marras. De vuelta al tajo, reabrió el manual con tan buena suerte que lo hizo por la página correcta. Lo ojeó con detenimiento y le surgió una duda: ¿cuál sería la imagen correcta de aquellas dos tan parecidas? Su llave inglesa virtual enganchó la imagen errónea y la enlazó accidentalmente con la cuenta atrás para explosionar el planeta con un meteorito. Una voz relajante, que apenas incitaba a la evacuación urgente, comenzó una cuenta atrás desde el número un millón por la megafonía. La muchedumbre no se dejó llevar por la voz hipnótica y empezó una huida desmedida hacia las naves más próximas, olvidando las más que prudentes instrucciones de los simulacros de abandono del planeta. Ante la avalancha, tuvimos que cerrar todas las compuertas de nuestra nave interestelar. Así todo, no impedimos que se llenara nuestro navío de viajeros nerviosos que rebasaban nuestro cupo en dos o tres cifras. El despegue tuvo que esperar por culpa de los histéricos pasajeros que se habían quedado en tierra y que impedían nuestra partida con sus cuerpos. La llamada de otras aeronaves hizo que comenzaran a reaccionar y corrieran vociferantes alejándose de nosotros.

 

-¡Emergencia, emergencia! Se solicita a todas las naves interestelares que regresen de inmediato y recojan a todo el personal alojado en las naves de barrio que navegan alrededor de nuestro satélite. Meteorito chocara con nuestro planeta.  ¡ Emergencia,…

El mensaje se repetía incesante a través de los intercomunicadores espaciales mientras la nave se deslizaba renqueante por las pistas de despegue. Me dirigí fatigoso hacia mi cuarto para sentarme delante de mi visualizador de galaxias y poder echarle un último vistazo a ese pedazo de lejanía en el que había nacido. La nave encendió los motores de propulsión y se distanció del pasado. Unas pequeñas gotas se deslizaron por mis párpados. Mensajes indicando los lugares de encuentro de los azorados visitantes se dejaron oír por los amplificadores de toda la nave. Algo se movió debajo de mi cama. Lentamente el navío interestelar volvió a la rutina de los once meses viajando. Tiré por la colcha para arriba y miré. Esta vez la nave no se encaminó al hiperespacio, lugar donde adquiría la velocidad de la luz. Un hombre me miraba asustado desde el fondo de la cama. La nave necesitaba un lugar donde proseguir con sus reparaciones. Le tendí la mano y le hablé.

-Sal, no tengas miedo.

-Yo no quería. La llave inglesa tropezó con el meteorito.

Se trataba del operario en prácticas que había armado aquel desaguisado. No había ningún meteorito rondando la órbita del planeta y su único miedo era que fuera castigado con la pena máxima: treinta años vagando por el ciberespacio. Decidimos guardar silencio y esperar a la rectificación de otras naves. Lo colé como un pasajero externo y lo asignaron a mi camarilla. Mientras tanto, la nave seguía buscando un planeta adecuado para las tareas de reparación.

 

Llevábamos cerca de un mes reparando la nave en un planeta donde el agua y la tierra inundaban el ecosistema de vida. Me tocó trabajar en una micronave exploradora que me daba la oportunidad de conocer los entresijos del planeta. Los animales poblaban toda su geografía pero no encontramos la presencia de seres inteligentes. Cada palmo, cada sorpresa, cada alucine me hacían amar un poco más aquel lugar. El sentimiento comenzó a compartirse con mis allegados. Pronto se unieron al sentimiento mis familiares. Cuando me di cuenta, el resto de micronaves lo gritaban en libertad. Enseguida se generalizaron los viajes a pie por los alrededores como manera de matar el tiempo libre. Se montaron algunas tiendas de campaña como cobijo nocturno para periplos más largos.

-Nave AX23, todo ha sido una falsa alarma, regrese al planeta. Repito, regrese al planeta. No ha habido choque alguno con un meteorito.

La comunicación fue recibida a regañadientes por la mayoría de los ocupantes de la nave interestelar. Solo las castas superiores consideraron una bendición el regreso. Los tripulantes, con el bagaje de recorrer medio universo, jamás habían vivido una experiencia tan intensa. Se conocían planetas, estrellas, galaxias… pero nunca se sintieron, se amaron, se saborearon… Una nueva forma de experimentar la vida iniciaba su andar. Solo el viaje cercano llenaba de gozo a la persona. De nada servía conocer lo lejano si no sabías vivir lo que te rodea.

Por primera vez en la historia del planeta Sin Nombre hubo un motín. Sacamos todo lo aprovechable de la nave interestelar y la dejamos partir con las castas insufribles, organizadoras de vida. De ellos nunca más supimos. Nosotros empezamos a vivir de verdad. Al fin éramos conscientes de quiénes éramos y qué queríamos. Al fin supimos que un planeta, si se ama, no puede existir sin un nombre. El nuestro lo llamamos Hogar.

 
SI NO HAS LEÍDO EL PRIMER CUENTO CALCA ABAJO EN SU TÍTULO:
 
 

 

 
.

12/8/13

MICROINVITADA 32

LUISA HURTADO GONZÁLEZ
 



Creo que una de las razones por las que empecé a escribir fue por el placer de entrar en una papelería, abrir los cuadernos, sentir el tacto del papel, elegir un bolígrafo, ver como resbala sobre la celulosa y… volver a empezar. Sin embargo, a día de hoy y no deja de ser una pena, sólo uso el ordenador: para recoger las frases que leo aquí y allá que me han impactado o en las que creo que “puede haber algo”, para dejar en algún lugar las imágenes o las palabras que en ocasiones me asaltan (un faro en el desierto, un globo que ve cómo el niño ha dejado de sujetarlo, o “una grulla”, escribo y a continuación, “una hormiga y un muerto”). Son algo así como esquejes de micros, los guardo en un archivo durante un tiempo indeterminado a la espera de que llegue el momento de buscar la historia, de que la frase me llame o, simplemente, tenga que cortarlo, eliminarlo y sustituirlo. En ocasiones las historias empiezan con un “¿y si… ?”, ¿y si contase una receta de cocina como si fuese una corrida de toros, y si… ?”. Muy pocas veces conozco el final; soy la primera en leerme, en sorprenderme y en juzgarme.

No sé mucho más de mí y sólo hay dos reglas sagradas:

-Pelearme, dar vueltas a las frases las veces que haga falta hasta que “el ritmo, la música” parezca ser el adecuado. Hasta que suene bien dentro de mi cabeza.

-Alejarme del texto, irme a dormir, releerlo otro día; obligándome a reescribirlo o tirarlo a la basura llegado el caso.

El micro que os traigo es uno de esos que nació de un “y si…”. Un juego, un experimento, que espero que os guste.

En cualquier caso, antes de que empecéis a leerlo, sólo un momento: dejadme que le dé las gracias a Nel, por traerme a esta casa, por hacerme un hueco entre los que para mí solo pueden ser y son ilustres invitados. Un auténtico honor, gracias. Muchas gracias.




 

A las 11:30 del día de ayer, un hombre armado con un bolígrafo y una goma entró en la página 126 de una novela del centro. Pocos minutos más tarde, retenía a algunas frases, marcándolas en rojo, llegando incluso a empujar a veinte de ellas a un margen, donde las mantuvo sentadas en el más absoluto silencio bajo la amenaza de hacerlas desaparecer. Tiempo después, con algún criterio que no se ha llegado a establecer, liberó a algunas, obligándolas a entrar en algunos párrafos cercanos o escribiéndolas entre líneas, con aparente prisa y letra ilegible; si bien, veinticuatro horas después del asalto, sabemos que ninguna de ellas presenta faltas de ortografía y todas están afortunadamente ilesas.

A día de hoy, el secuestro continúa. Nos consta que aún hay algunos rehenes entre paréntesis; rehenes que sólo serán liberados, usando las palabras del propio secuestrador, cuando alguien le proporcione a esta maldita historia un final aceptable. 


.

5/8/13

REBELDES SIN CAUSA PROBADA





La juventud de Villapalofrío empezaba a cansarse de tanta condescendencia con sus mayores. Siempre vivían sus canas de rodillas, como pidiendo perdón, callando cuantas órdenes recibían de sus señores. La plaza central del pueblo fue el lugar señalado para celebrar la primera concentración, el primer grito de libertad. Pero cuando se reunieron nadie los detuvo, nadie los disolvió. Recibieron un trato despreciativo, como de imberbes. Quedaron en verse al día siguiente para realizar alguna acción más contundente.
Los pedruscos fueron el arma elegida para lanzar aunque  el único objetivo posible lo marcaban las casas de los dos señores ancestrales. Ruido de cristales rotos y voces de regocijo se mezclaron con el silencio de los represores.
La violencia aumentaba jornada a jornada en busca de la confrontación. Empezaron a ser molestos por lo que llamaron a una comisión negociadora  de la revuelta. Nervios y vacilaciones se adueñaron de la chavalería. El más resuelto de los jóvenes quedó en representar al movimiento.
El acuerdo llegó a regañadientes. El mozo resuelto les convenció para firmarlo muy a pesar de su carencia de logros. Hubo una votación para elegir al representante que vigilaría el estricto cumplimiento del acuerdo. Fue elegido el que todos sabían, el audaz mozo. Desde entonces, los jóvenes no vivieron de rodillas como sus padres pero callaban ante todo lo que dictaminaba su nuevo vigilante.





No paso el año sin que a Villapalofrío lo nombraran pueblo ejemplar. Sus calles se adaptaron al paso real con guirnaldas de flores, adornos realizados en seda importada y fotos de su alteza el rey de Birloque en tres dimensiones. La mañana de la visita, la villa se aromatizó con los manjares de mesas de distinto sentir. El Club de Campo preparó sus instalaciones para agasajar a tan ilustre personalidad inaugurando dos nuevos hoyos de golf con los nombres de su majestad y señora. El pistoletazo de salida se hizo con la llegada a la plaza central de su alteza real y comitiva a las cinco de la tarde. La banda de Villapalofrío tocó el himno nacional y el alcalde entregó las llaves de la localidad. Ahí se acabó cualquier contacto de la plebe con su rey. Las personalidades más selectas del contorno se encargaron de agasajarlo con una cena de postín y un baile de un sublime cambio de parejas nocturno.

Sin embargo, los jovenzuelos de las grandes familias se reunieron en una de las casas de los señores de la localidad. La selecta combinación de pastillas de diseño, alcohol de importación y música pinchada por el mejor discjockey de la ciudad acabaron en una escalada de sexo y vejación. Piscinas, habitaciones, salones, cocina… fueron testigos del desmande más chic corrido en aquella localidad y circundantes.

En mitad de la noche la luz se cortó de improviso y la música dejó un vacío metafísico para unas almas tan acostumbradas a civilizaciones superiores a las habidas en aquel pueblucho. Uno de los nietos de los señores de la casa ordenó a dos criados, que estaban siendo enseñados en el mundo del placer, a ir al sótano y subir los plomos. Sus linternas alumbraron las escaleras que bajaban a las bodegas y vacilantes se acercaron al lugar ocupado por los plomos. Abrieron la caja donde descansaban tan inoportunos cachivaches y palparon para comprobar cuáles estaban bajados. Se empezaron a oír gritos infernales  humanos y llamadas de socorro maripijas por toda la casa. Nerviosos allá abajo, dudaron si subir corriendo a ver lo que sucedía o acabar su misión tan oportuna. Golpes de caer cuerpos pesados y arañazos salvajes los paralizaron. Poco a poco, miraron para los plomos. Ninguno estaba bajado…


.