Estos Cuentos Interestelares son una
nueva sección en la que van a ir publicándose historias que se producen fuera
de la Tierra. Puede aparecer un marciano con antenas, o una nave espacial, o…
bueno, no penséis que estas narraciones vayan a trabajar la diferencia,
intentaremos poner el peso en las igualdades.
Este primer cuento se desarrolla en
Ávalon, un planeta a muchos años luz de donde vivimos los terrícolas pero que, como
nosotros, sufren y ríen. Tiene una sola mar y un solo continente que ocupan a
medias el espacio del lugar. Pero empecemos:

“Cuéntame una
historia de la mar”, le pedía Sisu a su abuelo cuando aún era niño. “Anda,
cuéntamela”, repetía enloquecido. El abuelo Nasar no perdía ni un segundo en
complacer a su nieto. “Esa ya la sé” decía enfurruñado a la vez que exigía
otra. Entonces Nasar se sumergía en los recuerdos de las épocas en que había vivido
pegado a la mar. Lo había hecho en Galeno, el mayor puerto de Ávalon. Allí
llegaban los barcos y las naves espaciales de mayor tonelaje de todo el planeta.
Nasar había trabajado como estibador hasta que se cansó de tanto suplicio y se
marchó para Ruda, una pequeña ciudad en el interior de Ávalon, donde consiguió
un puesto en la empresa que revisaba el nuevo tendido eléctrico. “Una de esas
en las que tú andabas a la pesca con tu abuelo”, reivindicaba el niño. Nasar se
hacía el loco mientras Sisu gritaba más y más. Por su cabeza pasaba solo
historias de cómo se había casado en Ruda y nunca más pudo ver la mar. “Venga,
abuelo”, lo apuraba. Había dicho un adiós definitivo al océano, se había encaminado
para el interior en busca de la luz y lo único que logró fue enrolarse en una
empresa familiar de brocha gorda.
-Érase que se
era…
Sisu
recordaba cada minuto que pasó al lado de su abuelo Nasar. Hasta aquel día de
marras en el que, al levantarse, descubrió que su abuelo no le contestaba. Oyó
nada más llorar a su abuela. Una nota que había encima de la mesa de la cocina decía
que Nasar volvía a Galeno, a la mar que había dejado perdida. Sin mirar atrás, a
su familia, hizo su maleta y no metió ningún recuerdo en ella. Ninguna de las
risas de Sisu, su alegría.
Sisu no lo
olvidó.
No pudo
perdonarle.
Apenas
llegada la pubertad tuvo que ponerse a trabajar con su padre. Continuó con el
oficio familiar, la brocha gorda. Ruda tenía fama por sus casas de paredes
blancas y puertas y ventanas de colores llamativos. Entre brochazo y brochazo
volvía a su cabeza aquella voz de niño. “Venga, abuelo”, evocaba. “Cuéntame una
historia de la mar”. La voz fue poco a poco perdiéndose, dejándose meter en el
baúl de los pensamientos, en el baúl del olvido.
Enseguida se
aficionó a emplear dos brochas: la gorda para el día y la fina para la noche.
La gorda le ayudaba a pintar con su padre. La fina se mezclaba con óleos que
regalaba a su abuela. Rehacía la mar que la anciana aguardaba.
Fue la abuela
quien le enseñó a no odiar la mar. Esa mar que de muchacho se hizo de ausencia.
Esa mar que se hizo vieja de tanto arrinconarla.
Sisu salió
por la ventana del desván a pintar las paredes exteriores de aquel Palacio de
las Artes Siderales. El tejado estaba húmedo. La niebla se encargó de empaparlo.
Movía su brocha de arriba abajo. Con una cadencia suave subía y bajaba la mano.
Como una ola llegando a la orilla. Como un… El grito se oyó en todo el palacio.
Su cuerpo resbaló sin piedad. Se estrelló entre los setos. Allí dejó el
movimiento para siempre. Se rompió la columna. La alegría. El futuro…. La mar
se le vino encima sin avisarlo. Sin darse cuenta que para vivir necesitaba el
trabajo. Lo golpeó como una ola de tsunami. Una ola de dolor.
En Ávalon
había dos tipos de habitantes: los que vivían para no trabajar y los que
trabajaban para malvivir. Sisu era de los segundos. Aquellos que no tenían ni
una miserable moneda con la que comprar una silla de ruedas. Tenía que esperar
turno para poder dar una vuelta en la silla de ruedas colectiva. Gozaba la
solidaridad de los pobres de su barrio porque los ricos solo rezaban a su dios
para llenar su panza.
En aquel
tiempo volvió a su vida el recuerdo de Nasar. “Cuéntame una historia de la mar,
abuelo, que no me puedo mover de la cama” suplicaba Sisu. Su abuela le limpiaba
el sudor, le arrascaba los picores, le daba de comer y beber, le lloraba el
alma. “Anda, cuéntamela, que tanta quietud me aburre”. La abuela le llevaba a casa
a todas las personas que habían estado alguna vez al lado de la mar, al lado
del recuerdo, para que le mitigaran tanto tedio. “Esa ya la sé, la veo todas
las noches en mis pesadillas”, se quejaba Sisu. La anciana no lloraba delante
de él pero en la salita olía a sal, de tantas olas de lágrimas que rompían
contra la roca de su pena. “Una de esas en las que tú eras niño y corrías sin
silla de ruedas”. Su chaval del alma, ése al que tanto visitaban los amigos al
principio y del que se olvidaron al pasar del tiempo. Ése que ya solo reconoce
el pasado de la mar y Nasar. “Venga, abuelo, que me va a entrar el sueño”. La
abuela tenía cada vez más dificultad para encontrar a alguien que viera la mar
alguna vez.
-Mira, Sisu,
esta joven es de Galeno, donde el abuelo Nasar.
En la voz de
la joven, el rugir de las olas se oía con claridad. La mar estaba brava y se dejaban
sentir las rompientes de sal. Sisu escuchó al océano romper contra los
acantilados, tal como su imaginación hacía de niño junto al abuelo Nasar. De
Yaraima no salía ninguna imagen pero sí miles de palabras, miles de caricias
llenas de dulzura, miles de olores a cuerpo joven, miles de sentimientos
comunes. Ella no veía. Él no se movía. Los dos rieron, hablaron, se desearon.
Yaraima no
regresó a Galeno. Para ella, la mar se encontraba tierra adentro. La mar era el
amor que Sisu sintió por ella.
Sisu no tuvo
más recuerdos de su abuelo. La mar que le había traído Yaraima era la única
importante.
Ambos
vivieron de recuerdos presentes. De las olas de cuerpos que se juntan y separan.
De sentires copulando en la verdad.
En la verdad
de su amor.
En la verdad
del amor.
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