El paso del tiempo olvidó el nombre de aquel planeta
pequeño que apretujaba a la población causando una ausencia de espacios verdes
incluso bajo los mares circundantes. Hasta mi padre, que siempre estaba
contándome historias de lo más variopintas, no fue capaz a hilar sílaba alguna
que mentara a nuestro minimundo. Yemías, mi anciano abuelo, recordaba que
existían unos lugares llamados bibliotecas donde se recogía en papel todos los
conocimientos amasados durante siglos. No sé si estaba un poco chalado o lo
estaban los miembros de la casta terrenal, nuestros gobernantes, que habían
hecho desaparecer cualquier señal de aquellos libros. La tecnología y sus cansinos
recopiladores de ciencia eran los encargados de aglutinar nuestros saberes en
pequeñas esferas. La casta visual, nuestros controladores de información, resolvieron
que el nombre del planeta no era interesante de almacenar y sobraba junto a
otros detalles sin importancia que ocupaban demasiado espacio.

Fue al cuarto día en el planeta, allá por mi descanso
veintitrés, cuando todos los astros se congregaron para estropear el futuro de
un mundo tan triste que ni tenía un mísero apelativo. El aire acondicionado
estelar, que tanto servicio nos prestaba en un lugar tan pegado a su sol,
empezó a ronronear de forma escandalosa y todo el mundo encendió sus
ventiladores personales para paliar el intenso calor que se nos vino encima. La
carga eléctrica llegó a parangones nunca antes alcanzados por lo que las
estaciones gravitacionales tuvieron que enviarnos sus reservas mientras avisaban
a un operario para solventar el problema. Era Domingo de Oración, cuando toda
la casta celestial, nuestros asesores del alma, se congregaban a percibir a
nuestro Señor en su sermón eterno. El resto de los mortales planetarios aprovechábamos
la ocasión divina para vaguear a nuestras anchas, fieles a la tradición más
ancestral. Por ello, se vieron obligados a mandar un trabajador en prácticas
con su caja de herramientas destartalada y el libro de autoayuda
para chapuzas en apuros. Abrió el ejemplar a voleo al tiempo que sus ojos miraban expectantes a alguna palabra que le diera la clave para saber si se ubicaba en el lugar correcto. Leyó “color” y la emoción fue tan intensa que le jugó una mala pasada y le hizo creer que se trataba del término “calor”. Comenzó su extenuante trabajo tomándose un ligero descanso que le relajara de tan agotadora tarea y así poder airearse con el tomo de marras. De vuelta al tajo, reabrió el manual con tan buena suerte que lo hizo por la página correcta. Lo ojeó con detenimiento y le surgió una duda: ¿cuál sería la imagen correcta de aquellas dos tan parecidas? Su llave inglesa virtual enganchó la imagen errónea y la enlazó accidentalmente con la cuenta atrás para explosionar el planeta con un meteorito. Una voz relajante, que apenas incitaba a la evacuación urgente, comenzó una cuenta atrás desde el número un millón por la megafonía. La muchedumbre no se dejó llevar por la voz hipnótica y empezó una huida desmedida hacia las naves más próximas, olvidando las más que prudentes instrucciones de los simulacros de abandono del planeta. Ante la avalancha, tuvimos que cerrar todas las compuertas de nuestra nave interestelar. Así todo, no impedimos que se llenara nuestro navío de viajeros nerviosos que rebasaban nuestro cupo en dos o tres cifras. El despegue tuvo que esperar por culpa de los histéricos pasajeros que se habían quedado en tierra y que impedían nuestra partida con sus cuerpos. La llamada de otras aeronaves hizo que comenzaran a reaccionar y corrieran vociferantes alejándose de nosotros.

La comunicación fue recibida a regañadientes por la
mayoría de los ocupantes de la nave interestelar. Solo las castas superiores
consideraron una bendición el regreso. Los tripulantes, con el bagaje de
recorrer medio universo, jamás habían vivido una experiencia tan intensa. Se
conocían planetas, estrellas, galaxias… pero nunca se sintieron, se amaron, se
saborearon… Una nueva forma de experimentar la vida iniciaba su andar. Solo el
viaje cercano llenaba de gozo a la persona. De nada servía conocer lo lejano si
no sabías vivir lo que te rodea.
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para chapuzas en apuros. Abrió el ejemplar a voleo al tiempo que sus ojos miraban expectantes a alguna palabra que le diera la clave para saber si se ubicaba en el lugar correcto. Leyó “color” y la emoción fue tan intensa que le jugó una mala pasada y le hizo creer que se trataba del término “calor”. Comenzó su extenuante trabajo tomándose un ligero descanso que le relajara de tan agotadora tarea y así poder airearse con el tomo de marras. De vuelta al tajo, reabrió el manual con tan buena suerte que lo hizo por la página correcta. Lo ojeó con detenimiento y le surgió una duda: ¿cuál sería la imagen correcta de aquellas dos tan parecidas? Su llave inglesa virtual enganchó la imagen errónea y la enlazó accidentalmente con la cuenta atrás para explosionar el planeta con un meteorito. Una voz relajante, que apenas incitaba a la evacuación urgente, comenzó una cuenta atrás desde el número un millón por la megafonía. La muchedumbre no se dejó llevar por la voz hipnótica y empezó una huida desmedida hacia las naves más próximas, olvidando las más que prudentes instrucciones de los simulacros de abandono del planeta. Ante la avalancha, tuvimos que cerrar todas las compuertas de nuestra nave interestelar. Así todo, no impedimos que se llenara nuestro navío de viajeros nerviosos que rebasaban nuestro cupo en dos o tres cifras. El despegue tuvo que esperar por culpa de los histéricos pasajeros que se habían quedado en tierra y que impedían nuestra partida con sus cuerpos. La llamada de otras aeronaves hizo que comenzaran a reaccionar y corrieran vociferantes alejándose de nosotros.
-¡Emergencia, emergencia! Se solicita a todas las naves
interestelares que regresen de inmediato y recojan a todo el personal alojado en
las naves de barrio que navegan alrededor de nuestro satélite. Meteorito
chocara con nuestro planeta. ¡ Emergencia,…
El mensaje se repetía incesante a través de los
intercomunicadores espaciales mientras la nave se deslizaba renqueante por las
pistas de despegue. Me dirigí fatigoso hacia mi cuarto para sentarme delante de
mi visualizador de galaxias y poder echarle un último vistazo a ese pedazo de
lejanía en el que había nacido. La nave encendió los motores de propulsión y se
distanció del pasado. Unas pequeñas gotas se deslizaron por mis párpados.
Mensajes indicando los lugares de encuentro de los azorados visitantes se
dejaron oír por los amplificadores de toda la nave. Algo se movió debajo de mi
cama. Lentamente el navío interestelar volvió a la rutina de los once meses viajando.
Tiré por la colcha para arriba y miré. Esta vez la nave no se encaminó al
hiperespacio, lugar donde adquiría la velocidad de la luz. Un hombre me miraba
asustado desde el fondo de la cama. La nave necesitaba un lugar donde proseguir
con sus reparaciones. Le tendí la mano y le hablé.
-Sal, no tengas miedo.
-Yo no quería. La llave inglesa tropezó con el meteorito.
Se trataba del operario en prácticas que había armado
aquel desaguisado. No había ningún meteorito rondando la órbita del planeta y
su único miedo era que fuera castigado con la pena máxima: treinta años vagando
por el ciberespacio. Decidimos guardar silencio y esperar a la rectificación de
otras naves. Lo colé como un pasajero externo y lo asignaron a mi camarilla.
Mientras tanto, la nave seguía buscando un planeta adecuado para las tareas de reparación.

Llevábamos cerca de un mes reparando la nave en un
planeta donde el agua y la tierra inundaban el ecosistema de vida. Me tocó
trabajar en una micronave exploradora que me daba la oportunidad de conocer los
entresijos del planeta. Los animales poblaban toda su geografía pero no
encontramos la presencia de seres inteligentes. Cada palmo, cada sorpresa, cada
alucine me hacían amar un poco más aquel lugar. El sentimiento comenzó a
compartirse con mis allegados. Pronto se unieron al sentimiento mis familiares.
Cuando me di cuenta, el resto de micronaves lo gritaban en libertad. Enseguida
se generalizaron los viajes a pie por los alrededores como manera de matar el
tiempo libre. Se montaron algunas tiendas de campaña como cobijo nocturno para
periplos más largos.
-Nave AX23, todo ha sido una falsa alarma, regrese al
planeta. Repito, regrese al planeta. No ha habido choque alguno con un meteorito.

Por primera vez en la historia del planeta Sin Nombre hubo
un motín. Sacamos todo lo aprovechable de la nave interestelar y la dejamos
partir con las castas insufribles, organizadoras de vida. De ellos nunca más
supimos. Nosotros empezamos a vivir de verdad. Al fin éramos conscientes de
quiénes éramos y qué queríamos. Al fin supimos que un planeta, si se ama, no
puede existir sin un nombre. El nuestro lo llamamos Hogar.
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