Me acuerdo de aquel primer día en el taller de alta costura
de mi madre. De nada sirvieron mis llantos y súplicas pidiéndole continuar mis
estudios en la universidad; en lugar de ello, debería hacer un trabajo
rutinario y molesto en el villorrio de Villapalofrío.
-¡Oh, no, no, no, no, mon
cheri! No llores, que me entristeces. Todas hemos tenido que dejar los
estudios en algún momento de nuestra vida. Es norma de las Couturier. Nuestro apellido fue una orden para todos nuestros ancestros
y no va a ser diferente para ti.
Se dio media vuelta y no volvió a dirigirme la palabra en multitud
de jornadas. Según sus machaconas estupideces, el taller le gastaba la vida hora
a hora hasta consumirle las veinticuatro que tenía el día. Acorde a mi
experiencia de mocosa, el o la amante de turno le robaba el tiempo y algunas cosas
que mejor no cuento. Tuve que consolarme sola, sin nadie que me guiara en aquel
infierno.
Todas las modistillas del taller se pensaban con el derecho
a ordenarme las tareas que debía
realizar. Más que una pinche parecía una esclava realizando los labores más vejatorios
que se podían imaginar. A mi madre le encantaba todo aquello, creo que estaba envidiosa
por mi gran capacidad para los estudios. Enseguida aprendí más que todas aquellas
modistillas del tres al cuarto. Logré libros y revistas que me enseñaron cuanto
necesitaba para ser diseñadora de alta costura.
La noche de mi primera fiesta de Madame Cuca Couturier, la madre que parecía más bien madrastra, me abrió
ligeramente el camino al éxito personal. Fue como mi presentación en sociedad delante
de todo lo chic de la alta sociedad
de Villapalofrío, además de contar con la presencia de los más afamados
modistos de la capital. Aproveché el
momento para que todos fueran testigos de cómo me beneficiaba al último joven
que pasó por la vida de mi queridísima mère.
Ella se hizo la loca, pero, al día siguiente, mi habitación, con todo lo que
había en ella, estaba destrozada. Pobre, no sabía que había alquilado una
pequeña buhardilla bohemia a las afueras del pueblo donde había llevado, poco a
poco, todo lo que me gustaba del suntuoso cuartucho que se suponía era mi hogar.

Deje aquel juego pueril y concentré todas mis fuerzas en el
taller y algún negocio propio. Creyó que ya me tenía subyugada a sus deseos,
que nada podría volver a cruzarse en su camino. Aparecía y desaparecía por el
trabajo a su antojo, cogía los modelitos más caros y los ponía en exclusividad,
realizaba cuantas operaciones de belleza deseaba, organizaba fiestas para
redondear sus negocios y gastar todo su dinero en amantes,… Yo supe frenar a
tiempo, cosa que ella no hizo. Pensaba que me estaba dando una lección cada
hora que pasaba junto a mí. Pobre ingenua, realmente la estaba destrozando yo.
Tanto dispendio tuvo su consecuencia desagradable y molesta.
Los bancos quisieron cobrar sus préstamos. Lo realizaron con todo lo que
disponía aquella feliz derrochadora: el
taller, la casa, el fondo de vestidos de moda y el dinero de sus últimos
negocios. Lloró y me suplicó. Nada más le quedaba el poder guarecerse en mi buhardilla
bohemia, en el cuchitril donde ella creía que me merecía vivir. La eché, no sin
antes darle una tarjeta de un taller de prêt-à-porter
en el que le darían trabajo yendo en mi nombre. Me miró con cara de desprecio y
metió en su bolso la tarjeta. Supe que se hospedó en una pensión piojosa de
Villacajón, los arrabales de Villapalofrío. Le dieron trabajo de limpiadora en
el taller de prêt-à-porter. Apenas tenía
vida social ya que el dinero no se lo permitía, abrazó la religión como beata
de postín, de vez en cuando se permitía el lujo de pasear por la Orilla de Oro
donde cerraban las puertas a su paso y así un largo etcétera que haría
interminable la historia…
No supo nada más de mí. Le daría el sol en la cara si
conociera a la propietaria para quien trabajaba..