Mi vida apenas gozaba de popularidad hasta que un día
apareció mi fotografía en toda la prensa. “Acusado de matar a su jefe se da a
la fuga”. “Se busca asesino en paradero desconocido”. “Estropea el chaqué de su
jefe con un rifle de marca vulgar”… Mi calvario comenzó entonces: me entregué, proclamé
mi inocencia y no me creyeron. Vi declarar que me habían visto cometer el
crimen a perfectos conocidos a los que no reconocía. En apenas tres sesiones di
con mis huesos en prisión. Mi estancia
no fue larga en tan selecto lugar: alguien me clavó un puñal, matándome sin
acritud alguna…
Nada más llegar al Cielo, el Señor de las Llaves me aseguró
que después de muertos todos éramos iguales delante de nuestro Señor. Ahora
estoy aquí, en esta inmensa habitación que nos lleva a las puertas del futuro.
Me niego a cruzarlas. Esperaré con paciencia a que aparezca alguna de las
personas que cometió la tropelía.
Pasaron muchas almas, muchos meses y años, mucho
aburrimiento y mucha miseria (no pensé que hubiera tanta). De los susodichos culpables
no vi ni la estampa: o eran muy longevos o tenían ya que estar muertos.
Logré colarme de nuevo en la entrada y hablar otra vez con
el Señor de las Llaves. Su respuesta fue suave y a la vez muy contundente:
-Es que esos señores son de la casa y entran por el jardín.